jueves, 16 de julio de 2015

¿Estoy en la Gran Vía de Madrid?

Hoy os traigo algo distinto. Si alguno de los presentes acostumbra a leer mi blog principal, sabréis que una de las cosas que más me gusta hacer con mi tiempo es aprender, y que por ello he dedicado muchas horas este año ha realizar diferentes cursos. El último que he llevado a cabo era uno de comunicación escrita en Cálamo & Cran, en cuya prueba final me daban la oportunidad de redactar un texto que contase la historia de un perro que se despierta en la Gran Vía de Madrid, entre otras muchas opciones. 

Está claro cual elegí, ¿verdad? Os dejo con mi pequeño relato. Espero que os guste leerlo.



¡Guau!

¿Sabéis por qué me encanta la primavera? Porque por la tarde, cuando el sol está empezando a caer, se nota en el ambiente una sensación de calidez acompañada de una ligera brisa que me da ganas de quedarme tirado en el suelo del jardín y no hacer nada más. Ahora mismo estoy viendo como mi dueño viene a saludarme, ¡genial!, ¡me va a acariciar la tripita!, por ello me doy la vuelta y me pongo bocarriba para que su mano encaje perfectamente con mi barriga. A medida que me va rascando voy notando como una sensación de placer me secuestra…

Cuando abro los ojos solo puedo pensar «¿Dónde demonios estoy? ¡Esto no es mi jardín! ¿Y mi dueño?» Estaba tranquilamente tumbado y ahora me encuentro en un lugar que no conozco. Se parece a los sitios por dónde paseamos pero es mucho más grande y su olor es totalmente distinto, ¡está todo lleno de luces! ¡Qué chulas son! Hay una especialmente brillante que está llamando mi atención. Es como una personita de color verde que parpadea y suena. Con cuidado comienzo a caminar para aproximarme a ella y cuando me sitúo a medio camino, esta cambia de color y pasa ser roja. Entonces no sé qué ocurre, que cientos de coches empiezan a correr y a pitar, miles de personas se gritan unas a otras debido a las prisas con las que se mueven, los vehículos empiezan a pasar a mi lado, esquivándome en el último momento. Yo me bloqueo y me tumbo contra el suelo. El miedo circula desde mi hocico hasta los dedos de mis patitas, mientras noto como las lágrimas empiezan a llegarme a los ojos. No puedo moverme, «¿dueño, dónde estás? ¿Por qué me has dejado aquí solo?»

De pronto la luz verde vuelve a aparecer y los coches comienzan a frenar. Abro los ojos para ver si puedo moverme y me doy cuenta de que ahora estoy rodeado de personas que no paran de mirarme. Ninguno es quién yo quiero que sea. Me tocan, me sujetan las patas. Me están asustando aún más. Ladro y gruño, solo quiero que me dejen en paz, incluso llego a amagar con morder a uno de los que se me acercaban. Aprovecho el desconcierto que provoca mi movimiento para empezar a correr e intentar escapar. Encuentro una pequeña esquina resguardada donde parece que no hay nadie y me oculto en ella, alerta, preparado para defenderme si alguien viene a molestarme.



No sé cuanto tiempo pasa, pero empiezo a sentir cómo me rugen las tripas. «Ahora te echo más de menos, dueño mío, ojalá te tuviese aquí junto a tu nevera». La imagen de una salchicha pasa por mi cabeza, al mismo tiempo que me imagino estar oliendo una. Espera, ¡No!, la estoy oliendo de verdad. Como un zombi que persigue a su presa, sin poder aguantar la tentación y, con mucho cuidado, pues ya he aprendido que tengo que esconderme de la gente, camino hasta un sitio en el que sirven esa comida de dioses. Hay algo que no me cuadra, por lo que veo en el dibujo, al fiambre está cubierto por dos rebanadas de pan. «¿Quién cubriría salchichas con otra cosa que no fuesen salchichas? Estos humanos tienen cada cosa…». Pongo mi mejor mirada de pena y mis ojitos de perro abandonado, que tantas veces tuve que esgrimir antes de que me adoptaran, para que el vendedor se apiade de mí. Sin embargo, este no parece ser precisamente un amante de los animales, ya que saca un palo e intenta golpearme con él. Yo vuelvo a correr, cierro los ojos asustado. «Ojalá no estuviese aquí, me gustaría tanto estar con mi familia de nuevo. Igual si no paro de moverme pueda escapar». Corro, y corro y vuelvo a correr, sin observar hacia donde mi dirijo. Y de pronto, tras oír el sonido de unos frenos luchando contra la fuerza de la gravedad, noto un impacto contra mi regazo.

—Koko, ¿jugamos a la pelota? —me dice mi dueño con una sonrisa—. Venga hombre. Con lo bien que se está ahora en el jardín es el mejor momento para hacerlo. Deja de dormir ya, gordinflón.

Me inclino sobre mis patitas y miro alrededor. Estoy en el jardín de mi casa. Ha anochecido un poco, pero la brisa primaveral sigue refrescando mis orejitas. Veo a mi dueño haciendo aspavientos y me doy cuenta de que tengo el balón de fútbol sobre mi regazo. Le doy con la cabeza y se lo devuelvo. Sonrío y  corro hacia él. Me lanzo encima y le empiezo a chupar toda la cara mientras no puedo esconder mis lágrimas de felicidad.

«Vuelvo a estar en casa»




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